Ciclo Metáforas sinestésicas, de Marte Modern Art Experiences.
Espai Cultural Obert Les Aules. Diputación de Castellón.
Este hombre no es de ayer ni es de mañana,
sino de nunca; de la cepa hispana
no es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido,
esa que hoy tiene la cabeza cana.
Antonio Machado
Un pequeño elogio del pasado, que no de la nostalgia, una defensa de la necesidad que tenemos, a veces, de mirar atrás para ver de dónde venimos y el camino que debemos escoger… un darse cuenta de cómo pasa el tiempo y de qué forma todas las cosas que nos rodean cambian o evolucionan. De eso trata esta exposición.
Trabajando sobre esta muestra, Michele Dolz recuerda a un antepasado suyo, un tal Llorenç Benedito (1860-1938), al que considera un ejemplo de una manera de vivir, aquí, en Castellón. Este hombre, como muchos otros, trasformó una ciénaga pantanosa entre el Grao y Benicassim en un arrozal. Algo que hoy nos parece una historia literaria inventada. No se trata de ser nostálgico, el pasado es continuamente superado por la historia misma, envejece y se marchita como un fruto caído (en palabras del propio Dolz). Pero la podredumbre que se adueña de lo orgánico es fundamental para que germine una nueva vida perfectamente abonada. Una vida distinta nacida de un fundamento sólido.
De Homero a Kavafis, de Saffo a Pasolini, el hombre es un animal nostálgico, no puede vivir en el presente, lo hace entre la expectativa anticipada del futuro (como decía Kant) y la nostalgia de los orígenes (como explicaba Mircea Eliade). La nostalgia se adapta a lo que era, concierne al pasado, aunque le pese a Borges, que escribió un poema sobre la nostalgia del presente donde el deseo luchaba con la realidad en una insinuación de no vivir lo suficiente, de no tener ningún rastro de lo que está sucediendo, como si hubiera terminado antes de que estuviera completamente realizado.
Pero esta exposición es más íntima y cósmica; es más de En busca del tiempo perdido de Proust, concierne más a ese sentimiento de distancia temporal, al deseo de recordar para revivir, porque el pasado no vuelve y eso es bueno. Lo malo es olvidarlo, negarlo. Michele Dolz nos muestra cómo la locura de hoy pretende abolir y negar el pasado. Y eso significa, por un lado, la eliminación de la memoria, pero, por otro, también la verosimilitud utópica de proyectar el estado del tiempo en el momento presente, vivir en la ilusión del puer aeternus, creyéndonos niños permanentes y siempre jóvenes. El síndrome de Peter Pan, vamos.
El tema del paso del tiempo queda reflejado en esta muestra casi como una obsesión plasmada en la transformación constante de la materia, en la escenificación, a través de la podredumbre de lo orgánico, de los misterios cotidianos de la vida y la muerte. El tiempo y su paso invisible. Tal vez todo lo que llamamos espíritu es el nacimiento, algo así escribía Malevich a principios del siglo pasado. Y esa espiritualidad de la materia es el secreto y la realidad en la obra de Dolz y, si me permiten, una gran lección de humildad.
No quisiera dar la impresión de que la muestra plantea la necesidad de volver atrás. Puedes amar el pasado y honrarlo, pero no puedes devolverlo a la vida. Murió y solo puede vivir en el mito. La nostalgia es un sentimiento noble, íntimo y universal, pero es ingenuo idealizar el pasado. No obstante, no me negarán que hay días y noches en que sientes que el peso sordo de tu vida se fue.
Son, éstas, obras de arte superlativo, que exageran o distorsionan ciertos elementos o formas a fin de hacer hincapié en ellos y subrayarlos, pretendiendo transmitir la conciencia o voluntad interna de las emociones subjetivas. Guardan evidente respeto hacia la realidad, pero el valor está en lo que representan. Michele Dolz trabaja por series, con o sin la perspectiva de una muestra (vuelvo a usar sus palabras). Una idea inicial va tratando de tomar imagen y esas imágenes acaban cobrando vida por sí mismas y alejándose de la idea original. Me da la impresión de que en la pintura de Dolz lo interior se rebela contra lo exterior y permite al artista dejar de vivir como se vive y pensar como se piensa, para vivir y pensar en y desde su mismo interior. Hay cuadros que se me antojan un testimonio de una intimidad irreductible, y a la vez (y por eso) manifiestan una lucha activa contra la imposición del exterior, saltándose los cánones clásicos de la belleza, de lo agradable, de lo comedido. Sé que Michele considera esta reflexión como algo banal, seguramente tiene razón, pero creo que aunque sea algo muy manido, no deja de ser cierto en esta ocasión. Él mismo lo dice cuando afirma: “Nunca he conseguido ser fiel al modelo natural, porque me parece estúpido representar lo que ya existe. Incluso en un periodo de los años 80 cuando pintaba realísticamente, ponía siempre un componente metafísico y lírico que transformaba la cosa”.
No me malinterpreten, no se trata de una renuncia a la apariencia, pues la forma cuidada de su pintura es esencial para mostrar su mensaje. Quizá sea una comparación poco adecuada, pero la libre asociación de ideas me ha traído a la memoria a Grünewald y su retablo en Isenheim, donde se emplea la luz, el color y la línea no según las convenciones de imitación de la naturaleza, sino como expresión de un sentimiento interior, sin por ello dejar de ser figurativo. Y es que una cosa no quita la otra. Desde el materialismo filosófico es inaceptable hablar de la intimidad de la psique. Muchos teóricos y artistas hablan de lo interior, pero no pueden
decir qué es lo interior. Y no lo pueden decir porque para ello han de recurrir a lo exterior. La obra e Dolz prima lo interior, pero se basa en una primorosa ejecución (exterior) para expresarla. Tampoco creo imaginable un mundo interno fuera de toda contextualización. Para poder manifestar el yo, el artista ha de recurrir a un material previamente elaborado y adiestrarse trabajosamente en él. Si no hay unos valores externos que sean comunes al intérprete y al artista, no puede haber manifestación del yo interno. De ahí que Dolz, en sus creaciones, practique una especie de monismo espiritualista que garantiza la semejanza entre lo interior, lo que quiere decir, y lo exterior, cómo lo dice.
Es evidente que las pinturas de Michele Dolz exploran la naturaleza con un vocabulario lleno de matices. Uno de los placeres privados que me produce de mirar obras como éstas es encontrar diálogos históricos, algunos peregrinos, lo sé (como el de Grünewald anteriormente mencionado), pero no puedo evitarlo. Invito al lector a dejarse llevar por las coloridas tonalidades de esos frutos podridos, a que puedan encontrar los tenues destellos de las atmósferas luminosas de Turner o las profundidades reflectantes del agua de Monet. Hay toques de pigmento que me recuerdan los ramos de flores de Odilon Redon o las sufusiones de Pierre Bonnard. Hay paletas lujosas como las de Matisse y monócromos sombríos que conjuran la penumbra de Rothko. No estoy comparando, simplemente sugiero las posibilidades que ofrece una obra tan lírica.
Frutos podridos, formas orgánicas como organismos vislumbrados en el fondo del mar, como planetas lejanos o como la vida celular vista a través de un microscopio. Un uso lírico del color que aspira a lo que podría llamarse expresionismo cromático, entendiendo que el color tiene un gran poder expresivo y comunicativo, tiene una cierta vida, una resonancia emocional.
Por esta razón, me gustaría que el espectador no se quedase en la historia que marca el inicio de esta exposición y de este texto, en las vivencias de Llorenç Benedito, sino que alucinase un poco, como un servidor se ha dejado llevar dos párrafos más arriba. Pueden ver unas obras que se prestan a lecturas variadas, que no tratan de provocar una respuesta o reflejar un estado de ánimo específico. Estaría bien que las diferentes relaciones que se establecen en las pinturas, con el uso del color, la atmósfera, las variaciones tonales, el dibujo, el motivo, la figura o el fondo, intrigasen subjetivamente al espectador, y las respuestas fueran tan diferentes como múltiples sean las visiones.
En cualquier caso (me pongo en la piel del crítico), Dolz utiliza un lenguaje pictórico figurativo, intenso y austero; un repertorio de formas y fenómenos que conjugan la descomunal y caótica orgía de la vida y la muerte. Y todo ello en el filo de la navaja de lo perceptible. Está muy cerca de una concepción de la pintura como objeto, con todo lo que eso significa de distanciamiento, congelación, neutralización. El autor mantiene un pie firme en la tradición pictórica del informalismo matérico y otro en el neoexpresionismo. Y de todas estas disertaciones, quédense con ésta: con un sublime juego con la materia, con la idea de una irrefrenable vida que no se detiene, con una pintura que muestra el irrevocable y devastador efecto del paso del tiempo, las obras de Dolz hablan de una distancia que sentimos cerca, de una ausencia que sentimos presente... y de que está bien que así sea si queremos tener futuro.
Joan Feliu.
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