ECCE HOMO IN NEW YORK

Me llamo Llorenç Benedito. Nací en Castellón en 1860 y ahora me estoy muriendo en mi propia cama el 14 de junio de 1938. Las campanas de mi entierro son las bombas de los nacionales que se acercan.

Me dijeron que al morir se ve la vida entera. Me dijeron la verdad. No me espanta la muerte ni el encuentro con Dios. Pero aguaita sin tregua la pregunta sobre lo que dejo aquí abajo cuando las bombas callen y termine esta sucia guerra unos contra otros en nuestra propia tierra. Al mundo he dado dos hijas e inmensos arrozales.

 

El abuelo me mostraba las estrellas. Para todas ellas tenía historias. Y yo embobada con los ojos al cielo en las noches de verano. Yo, Pepita, su nieta preferida. El abuelo era diferente. Era alto, rubio, de ojos claros, guapo y fuerte. Tenía una mirada bienhechora.

No habíamos nacido ninguno de nosotros cuando emprendió con otros hombres la épica empresa. Trasformaron el Serradal de ciénaga en campos de arroz. El agua no faltaba pero vencer al agua y someterla fue memorable. Él no lo contaba, lo había hecho y basta. Kilómetros de arrozales. Y en un trocito de su tierra construyó una cabaña. Para mirar las estrellas.

Se sentaba en el arado detrás del caballo. El arado penetraba en el barro, la bestia fatigaba. El abuelo canturreaba melodías antiguas, a lo mejor rezaba.

 

Ahora que me voy, de todo aquello no me importa nada. Me importa que mis hijas y mis nietos se encontrarán el trabajo hecho. Disfrutarán de la renta si esta cochina guerra se calla. Cuánto odio y traición. Yo que voy a morir he perdonado.

 

Todo lo toma, todo lo carga

el lomo santo de la Tierra

lo que camina, lo que duerme,

lo que retoza y lo que pena;

y lleva vivos y lleva muertos

el tambor indio de la Tierra.

(Gabriela Mistral)

 

El abuelo murió aquel día que fue el último de la guerra, no de la congoja. Encerraron su cuerpo en casa para correr al refugio, malditas bombas. Lo enterraron en una fosa común con todos los muertos de la batalla.

 

Y cuando viene el sueño

a extenderme y llevarme

a mi propio silencio

hay un gran viento blanco

que derriba mi sueño

y caen de él las hojas,

caen como cuchillos

sobre mí desangrándome.

(Pablo Neruda)

 

Cuando yo era niño nunca oí hablar del bisabuelo Llorenç. Viví, sí, los últimos años de aquellos campos del Serradal. Amasados en una nueva alquería pasábamos en verano. Abuelos, tíos, primos, padres y hermanos. Grandes paellas, mucha playa desierta y salvaje. Baños en la acequia y excursiones de niños sobre una balsa en los canales que surcaban los patos.

Llegaban los segadores de algún lugar lejano y misterioso y segaban bajo el sol con el barro hasta las rodillas. A veces me admitían en la faena. Y la abuela (la mía o sea la madre di mi madre Pepita) les preparaba formidables bocadillos y ensaladas. Los sacos, sacos de yute llenos de arroz, sacos y más sacos que aquellos hombrones cargaban a la espalda.

Conocí los pájaros, las ranas, las culebras, las anguilas, las libélulas, las mariposas. Los mosquitos y los ungüentos contra los mosquitos. No me enseñaron las estrellas, las descubrí yo mismo y las miraba de noche. Daban vértigo.

 

¿Cuáles son las raíces que se agarran, qué ramas crecen

dentro de esta basura pedregosa? Hijo de hombre,

tú no puedes decir o adivinar, porque conoces sólo

un montón de imágenes rotas, donde bate el sol,

y el árbol muerto no da refugio, ni alivio el grillo

y la piedra seca sin ningún sonido de agua.

(T.S. Eliot)

 

Así fue. Aquel mundo murió. Secaron el Serradal por higiene o por dinero. En cambio de nada. Nos construimos otra casa donde habían sudado los segadores. Mejor. Quizá. Se marcharon las libélulas y las ranas y las culebras. Se ensuciaron las acequias. La playa se pobló de bañistas y chiringuitos. Llegó el ruido, mucho ruido, ruido, ruido.

Nadie habló del bisabuelo. Ni del arroz ni de las ensaladas. Era viejo, era pobre, era ignorante y zafio. Fue un Ecce Homo.

 

Michele Dolz